La camioneta era una cápsula de silencio y tensión que devoraba el asfalto agrietado de las rutas provinciales. Amanecía, y la luz pálida del alba revelaba un paisaje monótono de campos interminables y cielos inmensos, un mundo plano e indiferente al drama que se cocinaba en el interior del vehículo.
Florencio conducía con una concentración casi febril. Cada auto que se cruzaban, cada patrulla policial en la distancia, era una amenaza potencial. Viajaba de incógnito por su propia provincia, un rey fugitivo en su propio reino. La decisión de ir a la estancia de su padre, un lugar que había jurado no volver a pisar, le pesaba en el estómago como una piedra. Era una rendición a su pasado, una admisión de que, por mucho que corriera, no podía escapar del apellido Lombardi y de la herencia de sangre y secretos que conllevaba.A su lado, Mar estaba despierta, pero ausente. Mi