169. La Llamada de la Hiena
La primera mañana en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires no trajo el olor a sal, sino el hedor a combustión y a prisa. Para Selene, que se despertó enredada en sábanas que no eran las suyas en un cuarto anónimo de San Telmo, fue como despertar dentro de una máquina. El zumbido constante de la ciudad —un murmullo de millones de vidas ajenas, de motores, de sirenas lejanas— era una jaqueca sorda, una presión constante contra sus sentidos de loba, que se sentían atrofiados, inútiles, en esta selva de hormigón.
Encontró a Florencio en la pequeña cocina, ya vestido, con el rostro sombrío de un rey exiliado. Estaba mirando por la ventana hacia un patio interior lleno de cables y aparatos de aire acondicionado oxidados.
—Odio esta ciudad —dijo él, sin girarse. Sabía que ella estaba allí—. Es un nido de ratas. El reino de Blandini. Cada policía que ves en la calle, cada cámara de seguridad… no trabajan para mí. Trabajan para él. Acá, no soy el Gobernador. Soy solo un hombre. Un objetivo.
—Ento