Los días en el penthouse se convirtieron en una extraña sinfonía de conspiración y domesticidad. Las mañanas eran para la guerra: llamadas encriptadas, análisis de imágenes de drones, el lento y metódico envenenamiento de la moral de los mercenarios de Rizzo. Las noches, sin embargo, pertenecían a otro tipo de conflicto, uno más silencioso y profundo que se libraba en la inmensa cama de sábanas de seda.
Habían dejado de fingir. La puerta de la habitación ya no se cerraba. El sillón del living había vuelto a ser solo un mueble. Dormían juntos, sus cuerpos buscando instintivamente el calor del otro en la oscuridad, como dos animales de la misma camada compartiendo una guarida. No hablaban de amor. No hablaban de un futuro. Hablaban con la piel, con el aliento, con el lenguaje de dos supervivientes que habían encontrado en el otro un ancla en medio de un océ