Los días que siguieron se convirtieron en un extraño ballet de preparación y una intimidad aún más extraña. La cabaña, su fortaleza recuperada, era un microcosmos donde el mundo exterior solo existía como un eco en el teléfono encriptado de Florencio. Él, desde su puesto de mando en la mesa de la cocina, se convirtió en el maestro de una orquesta de espías y drones. Y Selene, en el arma que estaban afilando.
Descansó. Comió. Durmió. Dejó que su cuerpo, por primera vez, sanara sin la presión de una amenaza inminente sobre su cabeza. La herida de plata ya era solo una cicatriz violácea, un recuerdo en su piel. Sentía la fuerza volver a sus músculos, la claridad a su mente. Y la loba… la loba seguía ahí, un murmullo en su sangre, una promesa de poder que aún no podía desatar pero cuya presencia la reconfortab