095.

Cata cayó entre ramas espinosas.

El cuerpo ya no le dolía como antes. Había algo en ella que amortiguaba el dolor. O que lo transformaba en energía.

Se arrastró. Gruñó. No gritó.

Los sonidos que salían de su garganta ya no eran palabras.

Eran otra cosa.

Llegó a un claro. El pecho subía y bajaba con violencia. El corazón golpeaba como un tambor de guerra.

Detrás de ella, las luces.

Faroles. Lásers. Redes. Gritos.

La cacería había comenzado.

Los humanos sabían. La buscaban.

Y ella aún no era lo suficientemente loba para defenderse. Pero ya no era humana como para esconderse.

Estaba en ese limbo maldito. Deforme. Salvaje. Peligroso.

El suelo bajo sus manos se volvió arcilla. Los dedos se aferraron. El cuerpo empezó a cambiar. Otra vez.

Pero era inestable.

Su espalda se curvó. Las piernas se contrajeron. Los dientes crujieron.

Y un aullido se ahogó en su garganta.

Un haz de luz la alcanzó.

—¡Ahí está!

Cata se giró.

Saltó. Instinto puro.

Atravesó el claro. Trepó una roca. Rasgó una remera
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