072.
Mar despertó con la nuca pegada al cuero viejo del sillón. Le dolía el cuello. Le dolía el cuerpo. Pero más que todo, le dolía no haberla tocado.
Cata dormía en el colchón, hecha un ovillo. La manta se le había corrido hasta la cintura. La remera grande que usaba para dormir dejaba ver un muslo pálido, magullado, lleno de marcas viejas. No de golpes. De huida. De correr descalza. De esconderse en el barro. De sobrevivir.
Mar se acercó. Descalza también. La madera crujió bajo sus pasos.
Se arrodilló frente a ella.
La miró dormir.
Los labios entreabiertos. La respiración leve. El cabello rubio extendido como una corona caída. Y los párpados suaves, tan parecidos a los de Selene cuando lloraba.
Selene no sabía llorar en voz alta. Lloraba con el cuerpo. Con los músculos. Con los huesos. Como si el dolor fuera una bestia interna que se ahogaba en su carne.
Cata, en cambio, parecía que podía romperse con solo respirar mal.
Y eso a Mar la excitaba.
Porque por fin alguien era menos fuerte que