La verdad, una vez liberada, no trajo consigo la paz. En su lugar, dejó una quietud pesada, una atmósfera cargada con el peso de lo indecible hecho palabra. Se quedaron así, sentados uno frente al otro en la penumbra de la cabaña, durante un tiempo que ninguno de los dos midió. Las brasas de la chimenea se consumían lentamente, susurrando y chasqueando como si comentaran la escena en un idioma antiguo.
Para Florencio, el mundo había perdido su eje. La lógica que había gobernado su vida —la ciencia, la política, la causa y el efecto— se había revelado como un andamio frágil construido sobre un abismo de mitos y sangre. La mujer sentada frente a él, envuelta en su chaqueta, con el pañuelo rojo de su amiga muerta atado a la muñeca, era la encarnación de todo lo que él había negado, de todo lo que había jurado destruir. Y, sin embargo, la idea de hacerle daño ahora le parecía una blasfemia, una traición a un código que ni siquiera sabía que poseía. La miraba, y ya no veía una "anomalía".