La llovizna fina cubría las calles de Londres con un velo gris, haciendo que las luces de los escaparates se reflejaran en los charcos como fragmentos de cristal líquido. Isolde caminaba con paso seguro, su abrigo negro largo ondeando ligeramente con el viento. Sus manos estaban metidas en los bolsillos, pero sus sentidos estaban alerta. Esa tarde había decidido pasar por su librería favorita, un lugar pequeño y casi siempre vacío, donde podía perderse entre el olor a papel viejo y tinta.
Al empujar la puerta, una campanilla tintineó suavemente. El interior estaba cálido y envuelto en un silencio reconfortante, roto solo por el suave pasar de páginas y el murmullo de la lluvia golpeando los ventanales. Sin embargo, algo le hizo fruncir el ceño. En una de las estanterías cercanas a la entrada, un hombre alto, de chaqueta oscura y barba incipiente, fingía hojear un libro, no era un cliente habitual.
Octavio.
Él levantó la vista y, cuando sus miradas se encontraron, la tensión se hizo pa