Una semana había pasado desde la última vez que Elena había visto a Dorian. En ese lapso, no había recibido llamadas, mensajes ni señales de él, el silencio era absoluto. Al principio, la incertidumbre la carcomía, como una brasa encendida ardiendo lentamente en su pecho. ¿Había hecho algo mal? ¿Había traspasado algún límite? ¿O acaso aquel vínculo intenso había sido efímero, una llama destinada a apagarse demasiado pronto?
Pero con el pasar de los días, Elena había decidido sumergirse en su mundo, en sus letras. Retomar su novela fue como aferrarse a una tabla en medio del naufragio. Sus dedos se deslizaban sobre el teclado con fluidez, y las palabras brotaban como si cada experiencia vivida con Dorian hubiese sembrado algo en su interior que ahora florecía con fuerza.
Cada personaje, cada escena que imaginaba, parecía llevar el sello invisible de él. Su sombra se filtraba entre líneas, entre párrafos, entre silencios. Y aunque no lo reconociera en voz alta, lo extrañaba. No sólo en