La mañana siguiente no llegó con luz, afuera, el cielo estaba cubierto por nubes grises y espesas que cargaban una humedad que se colaba por las ventanas. Pero dentro de la casa, el calor persistía. No el del fuego, ni el de las velas ya apagadas, sino el de dos cuerpos que habían dormido entrelazados como si el sueño los hubiese sellado en un solo ser.
Elena despertó antes que Dorian, lo miró, con el cabello en desorden y los párpados suaves. Se veía distinto así, vulnerable. Sin el traje, sin el gesto dominante. Solo un hombre, al que había empezado a amar sin darse cuenta.
No quiso despertarlo, se deslizó fuera de la cama, envuelta en la sábana, y fue hacia la pequeña cocina. Preparó café, sus dedos aún temblando por todo lo que había sentido la noche anterior. No había sido solo placer, había sido confesión.
Cuando regresó, Dorian ya estaba despierto, sentado al borde del colchón, con la mirada fija en el suelo. Al verla, su rostro se suavizó.
—No tenía que ser así, pero fue perfe