La semana pasó arrastrándose como un animal herido.
Cada día, Dorian intentaba llenar las horas con trabajo, ejercicio, cualquier cosa que no lo hiciera pensar en ella.
Pero siempre fracasaba.
Podía recordar con absoluta claridad el frío del hielo derritiéndose en su piel, el calor de la cera, la voz de Isode ordenándole no correrse. Podía cerrar los ojos y escuchar el sonido de sus tacones sobre la madera, sentir su aliento, su perfume.
No era solo deseo.
Era hambre.
Había probado algo que no podía encontrar en ninguna otra parte, y su cuerpo lo sabía.
Su mente lo odiaba por ello, pero cada noche, antes de dormir, pensaba en la misma pregunta: ¿cuándo volverá a llamarme?
La respuesta llegó en forma de mensaje, a las 20:03 del jueves:
> 23:00. Habitación de hierro, no tardes.<
No hubo firma, pero su nombre estaba grabado en cada letra invisible.
No dudó.
Dejó caer el teléfono sobre la cama, se vistió con una camisa negra ajustada, pantalón oscuro y zapatos de cuero, y salió sin mirar