David estaba en su estudio, pincel en mano, frente a un lienzo que no avanzaba, los colores se mezclaban sin intención, los trazos carecían de forma. La pintura, su refugio habitual, hoy era apenas un murmullo frente al rugido persistente en su mente: la propuesta de Elena.
Ella lo había descolocado, no por lo erótico de la invitación, ya había cruzado límites que jamás imaginó, sino por lo que implicaba, tomar el control, decidir cada ritmo, cada gemido, cada rendición.
Dejó el pincel con un suspiro y caminó hasta la ventana, afuera, la tarde caía, pero dentro de él todo ardía. Y entonces lo vio con claridad, el jacuzzi de Elena. Esa estructura de piedra negra con mármol blanco que parecía esculpida para rituales paganos. Lo había llamado “mi espacio de purificación”.
David sonrió.
—Será ahí —murmuró, y la idea lo excitó hasta la médula.
Esa misma tarde, llegó a casa de Elena con una mochila discreta pero cargada de poder, caminó por el lugar como un animal que marca territorio. Ence