La lluvia golpeaba los ventanales como un murmullo persistente.
Elena sostenía una taza de café frío entre las manos, pero su mente estaba muy lejos de su apartamento.
Observaba cómo las gotas descendían por el cristal, formando ríos efímeros, casi como los caminos que recorrían sus pensamientos húmedos, impredecibles, intensos.
No podía evitar pensar en Dorian, en los juegos, en lo que vendría después.
Él la había desarmado lentamente, pieza a pieza. Cada regla, cada orden, cada caricia, cada mirada la moldeaban.
Ya no era la misma, suspiró, dejó la taza a un lado y encendió su computadora.
La página en blanco la retó durante unos segundos… hasta que sus dedos comenzaron a moverse.
Escribía sobre cuerpos que se fundían, sobre la rendición del alma, sobre cuerdas invisibles que atrapaban a la mente antes que a la piel.
Las palabras fluían como ríos ardientes, sus muslos se apretaban, sus pezones se endurecían al imaginar a Dorian.
Al imaginarse a sí misma… obedeciendo.