LUCA
Nos subimos a la camioneta sin más palabras. Iván se sentó en el asiento del copiloto, mientras Leo conducía. Enzo se quedó con Alan y conmigo en la parte trasera, vigilándonos de cerca.
El camino fue largo y silencioso. A través de la ventanilla, el bosque pasaba como una mancha oscura e interminable, interrumpida solo por los faros de otros vehículos en la distancia.
Finalmente, tras lo que parecieron horas, llegamos a una cabaña en medio del bosque. No era grande, pero estaba bien resguardada y rodeada de árboles altos que bloqueaban la vista desde el aire.
Leo estacionó el auto y Enzo abrió la puerta para que bajáramos.
—Aquí se quedarán hasta que tengamos todo listo para Italia —anunció Enzo, señalando la entrada—. No salgan, no llamen la atención y no intenten nada estúpido.
Alan soltó un bufido, pero entramos sin rechistar.
La cabaña estaba bien acondicionada. Había calefacción, una sala con sofás de cuero oscuros y una mesa con comida servida. Pero lo que más me llamó la