Antes de que Alanna pudiera responder, sintió una presencia a su lado. Un calor conocido, una tensión palpable que electrificó el aire.
Leonardo.
El latido en su pecho se desacompasó. Su sola presencia lo cambiaba todo, como una tormenta que irrumpe en plena calma.
Su voz fue grave, tajante, cortante como el filo de un cuchillo.
—¿Quién es él?
Alanna cerró los ojos por un instante.
Lo había olvidado.
Olvidó que estaba en una sala repleta de gente, olvidó que Leonardo había estado observándola, que su repentina salida no pasó desapercibida para él. En su mundo solo había existido Enrique por unos segundos… y ahora el choque con la realidad la golpeaba con brutalidad.
Giró lentamente la cabeza y se encontró con la tormenta contenida en la mirada de Leonardo. Sus ojos oscuros, tan intensos y afilados como el filo de una daga, estaban fijos en Enrique. No era una simple observación. Era un análisis, un escrutinio despiadado de cada mínimo detalle.
Su mandíbula estaba tensa, sus labios ape