El trayecto en el automóvil transcurrió en silencio, cargado de una sensación inexplicable. Afuera, la ciudad parecía ir desvaneciéndose, reemplazada por un paisaje más tranquilo, más privado. Alanna mantenía la vista fija en la ventana, sintiendo el latido acelerado de su corazón con cada kilómetro que los acercaba a su destino.
Finalmente, el auto se detuvo.
Frente a ellos se alzaba una mansión imponente, moderna pero acogedora, con amplios ventanales que reflejaban la luz tenue de los faroles del camino. No era la casa de los Sinisterra. No era un lugar lleno de recuerdos dolorosos. Era una casa recién construida, esperando ser habitada.
Esperándolos a ellos.
Leonardo salió del auto con la misma calma de siempre y le abrió la puerta.
—Bienvenida a casa, Alanna —dijo, con un tono que le erizó la piel.
Alanna bajó del auto con movimientos mecánicos, obligándose a respirar con normalidad. No sabía qué esperaba exactamente, pero la seguridad con la que él lo dijo la hizo estremecer.
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