La puerta se cerró tras ella con un leve chasquido, pero el eco que dejó fue más potente que cualquier trueno. Alanna respiró hondo, sintiendo cómo el aire de esa oficina —esa oficina que durante años había representado el poder absoluto de su padre— ahora parecía rendirse ante ella.
Leonardo se giró desde el ventanal. Vestía de negro, elegante, sobrio, con esa calma siniestra que lo caracterizaba. Al verla, sonrió. No era una sonrisa amable ni de afecto: era una sonrisa de satisfacción pura.
—¿Y bien? —preguntó, sin necesidad de palabras innecesarias.
Alanna dejó la carpeta sobre el escritorio. Su mirada era dura, indescifrable, como el mármol de una lápida recién tallada.
—Ya está hecho —dijo, sin titubeos—. Firmó todo. Sin leer. Sin sospechar. Todo el imperio de los Sinisterra… ya es mío.
Leonardo se acercó con lentitud, como si cada paso marcara el inicio de una nueva era. Tomó la carpeta y revisó rápidamente los documentos. A cada hoja que pasaba, su sonrisa crecía, oscura, tensa