Leonardo corrió hacia ella y la abrazó por detrás con fuerza, sosteniéndola mientras ella golpeaba su pecho con los puños cerrados. Se retorcía entre sus brazos como si quisiera arrancarse el dolor desde dentro.
—Alanna, mírame —susurró Leonardo al oído—. No la perdiste sola… todos la perdimos. Pero tú no puedes cargar con este peso sola.
—¡Sí puedo! —sollozó ella—. Siempre he podido… siempre tuve que hacerlo… pero esta vez… esta vez no me alcanza.
Las lágrimas seguían fluyendo sin control. La ceremonia seguía en pausa, mientras los corazones presentes se quebraban junto al de ella. La fuerza que todos conocían se había derrumbado. Alanna, la mujer impenetrable, estaba desnuda ante su duelo. Y eso… eso era más doloroso que el silencio de la muerte.
Miguel apartó la vista y se pasó la mano por la cara, tragándose su propia pena. Porque verla a ella así… le dolía más que su propia pérdida.
Y en medio del templo, entre las flores blancas y el olor a incienso, el llanto de Alanna fue lo ú