La noche había caído sobre la ciudad con un manto silencioso y tibio. La mansión Salvatore respiraba calma, como si estuviera ajena al torbellino que se cocía en las oficinas Sinisterra. Desde la terraza del segundo piso, Alanna observaba las luces lejanas de los edificios, con una copa de vino entre los dedos y el ceño ligeramente fruncido. La brisa movía levemente su bata de satén, y sus pensamientos, igual que el viento, no dejaban de agitarse.
Sentía que el día entero le había pesado como una losa. Las risas veladas, las miradas torcidas, los silencios cómplices… todo resonaba aún en su cabeza. Estaba acostumbrada a la presión, a la desconfianza, al desprecio incluso, pero no a que su nombre fuera arrastrado en un escándalo que involucrara su honor, su compromiso... y su esposo.
Escuchó pasos detrás de ella.
—Pensé que te habías dormido —dijo Leonardo, con voz ronca, cruzando la puerta corrediza desde el dormitorio. Vestía ropa de casa, el cabello un poco revuelto y una expresión