La cena transcurría en una aparente normalidad. El comedor, iluminado con una lámpara de araña antigua que colgaba justo sobre la gran mesa de mármol, ofrecía una atmósfera sobria y elegante. La vajilla blanca con detalles dorados reposaba impecable, al igual que los cubiertos perfectamente alineados. El aroma a salmón con mantequilla de hierbas llenaba el ambiente, pero el aire se sentía espeso, casi cargado de electricidad.
La señora Sinisterra observaba con disimulo a su esposo. Cada movimiento, cada palabra. Sabía que algo no estaba bien desde hacía semanas, y ahora, con las piezas que había encontrado en su despacho, su atención era más aguda que nunca.
—¿Y cómo va el avance del proyecto, Alberto? —preguntó con suavidad, mientras dejaba la copa de vino sobre la mesa.
El señor Sinisterra levantó la vista apenas unos segundos, dejando el tenedor a un lado. Su expresión se endureció levemente, y la tensión en su mandíbula no pasó desapercibida para ella.
—Complicado —dijo, mientras