El reloj marcaba las once de la mañana cuando la señora Sinisterra bajó con paso firme por las escaleras principales de su casa. Llevaba un vestido azul petróleo, sobrio y de líneas impecables, y un bolso de cuero donde, bajo documentos cuidadosamente acomodados, dormía un secreto capaz de quebrar imperios. Su mirada, como de costumbre, era serena, pero sus ojos reflejaban una lucha interna constante. Dormir junto a un asesino le había helado la sangre. Fingir por dos días más la estaba consumiendo.
—Prepare el coche —ordenó al mayordomo—. Voy a salir, no tardo mucho.
El chófer la esperaba en la entrada. Sin decir una palabra, le abrió la puerta del auto negro, y ella se acomodó en el asiento trasero con un suspiro profundo. Mientras el vehículo avanzaba entre los árboles que bordeaban la avenida, repasó mentalmente cada línea de los documentos: el proyecto de tecnología robado, las cartas firmadas por Juan Pablo Villada, las pruebas que sugerían que su esposo Alberto había manipulado