La mansión Sinisterra lucía inusualmente tranquila. Un silencio espeso flotaba en el ambiente, roto solo por el tic-tac del antiguo reloj de péndulo en la pared del pasillo principal. El personal de servicio se movía con sigilo, casi como si percibieran que algo importante estaba por suceder. La señora Sinisterra estaba sola. Miguel y su esposo Alberto habían salido temprano rumbo a la empresa, y Allison había salido a una cita médica que no quiso posponer.
Era la oportunidad perfecta.
Con una determinación calculada, la señora Sinisterra subió al despacho privado de su esposo. Nadie más entraba allí. Alberto era meticuloso con sus cosas, celoso de su espacio, y nunca permitía que ella revisara documentos ni correspondencias. Siempre decía que era para no involucrarla en “asuntos que no debía cargar”.
Pero hoy… ella ya no quería seguir siendo ajena. Ya no podía ignorar la duda que le carcomía el pecho desde hace semanas.
Entró y cerró la puerta con suavidad. El despacho olía a cuero,