Eran casi las once de la noche cuando el sonido lejano de un motor anunció la llegada de Leonardo. La pesada puerta de la mansión se abrió con un suspiro lento, como si la misma casa estuviera cansada de la distancia que habitaba en su interior.

Leonardo entró sin hacer ruido, con el nudo de la corbata flojo y el alma más desordenada que su apariencia. La jornada había sido un infierno. No porque hubiese tenido reuniones complejas ni decisiones pesadas, sino porque había evitado regresar. Porque no quería enfrentar la mirada de Alanna. Esa mezcla entre dolor, decepción y orgullo que lo desgarraba más que cualquier castigo.

Dejó las llaves sobre la consola, se quitó el reloj y se pasó una mano por el rostro, agotado. Había esperado que todos durmieran. Pero al voltear hacia el salón, la vio.

Alanna estaba sentada en el mueble.

Silenciosa. Serena. Con las piernas cruzadas, el cabello suelto y una taza entre las manos que parecía ya fría. No hablaba. No se movía. Solo lo observaba.

A Leo