El sol aún no había salido cuando Alanna se despertó. No había dormido bien. A pesar de haber despedido a Leonardo con calma la noche anterior, su corazón estaba inquieto. Se sentía atrapada entre dos fuegos: el amor profundo y sincero que empezaba a reconstruirse con él… y la verdad dolorosa que seguía creciendo como una sombra entre ellos.
Se levantó despacio, bajó a la cocina y preparó café. El silencio de la casa era casi sagrado a esa hora. Ni siquiera el reloj del comedor se atrevía a marcar su paso con fuerza. Todo era tenue, suspendido.
Mientras sostenía la taza entre las manos, sus pensamientos la arrastraron al pasado.
Horas después, cuando la casa ya estaba despierta y el sol iluminaba los ventanales, Leonardo bajó las escaleras. Llevaba el cabello ligeramente desordenado y una expresión cansada en el rostro. Se detuvo al verla en el comedor, sentada con una libreta entre las manos.
—Buenos días —murmuró él, con cautela.
Alanna levantó la vista. Sus ojos lo buscaron sin re