El ambiente en la sala era denso, como si el aire se hubiese impregnado de recuerdos que dolían. Alanna había accedido a ver a su madre, más por educación que por deseo. Estaba cansada de conversaciones a medias, de sonrisas que ocultaban verdades. Por eso, cuando la señora Sinisterra se sentó frente a ella, supo que era momento de dejar de fingir.
—Gracias por recibirme, Alanna —empezó su madre nuevamente con voz suave, casi temerosa—. Sé que no lo merezco, pero aún así… necesitaba verte.
Alanna la miró por un instante. En sus ojos no había rencor, pero sí una profunda herida sin cerrar.
—¿Por qué, mamá? —preguntó sin rodeos—. ¿Por qué hasta ahora?
La señora Sinisterra bajó la mirada. Sus dedos se entrelazaban nerviosamente sobre su regazo.
—Porque… porque hasta ahora abrí los ojos —confesó—. Porque escuché algo que me obligó a ver todo desde otro lugar. Ya no podía seguir callando, hija.
Alanna frunció el ceño.
—¿Escuchaste algo?
La señora Sinisterra asintió, conteniendo las lágrima