El cielo estaba cubierto de nubes espesas cuando Miguel Sinisterra descendió del auto negro estacionado frente al convento Santa María. Su figura alta y elegante destacaba incluso entre la niebla húmeda de la mañana. Llevaba un traje oscuro, sin corbata, el cuello ligeramente abierto y una gabardina que apenas se movía con el viento. Caminaba con la seguridad de quien siempre ha sido obedecido sin objeciones. Su sola presencia imponía respeto, incluso sin emitir palabra.
El convento era una edificación centenaria, de muros altos y piedra antigua. A su alrededor, los jardines estaban pulcramente cuidados, como si cada flor y cada hoja hubiera sido colocada a propósito para aparentar calma. Pero Miguel no se dejaba engañar por la belleza. Él estaba allí por otra razón, una que hervía bajo su piel con cada paso que daba: descubrir la verdad sobre lo que su hermana Alanna había vivido entre esas paredes.
Cuando tocó la puerta de hierro forjado, una joven monja lo recibió con los ojos muy