El reloj de pie del vestíbulo marcaba las nueve de la mañana con un campanazo grave cuando Allison descendió por las escaleras, como siempre lo hacía: impecable, serena, con su vestido blanco marfil que contrastaba con su oscuro cabello cuidadosamente peinado. Caminaba como si nada pudiera perturbarla, como si la vida fuera exactamente como debía ser.—Buenos días, mamá —dijo con una voz melosa, la misma con la que solía envolver a todos—. ¿Dormiste bien?La señora Sinisterra alzó la vista desde su taza de té. El sonido de esa voz le erizó la piel. Sus ojos se encontraron con los de su hija, y por un segundo, sintió la garganta cerrarse. Porque ahora sabía. Sabía lo que esa mujer, su propia hija, había hecho.—Sí… —respondió, esforzándose por no quebrarse—. Dormí bien, gracias.Allison caminó con soltura hasta sentarse a su lado. Tomó un croissant del plato y le sonrió con dulzura.—¿No es un día precioso? Pensaba salir a montar a caballo más tarde. ¿Me acompañarás?La señora Sinister
La mansión Sinisterra estaba en completo silencio, apenas interrumpido por el eco lejano del reloj de péndulo en la sala principal. Era la hora de la cena y, como cada noche, el comedor había sido preparado con esmero: un mantel de lino blanco impecable, candelabros con velas encendidas, platos alineados con precisión matemática y copas brillando como joyas bajo la luz tenue.Pero esa noche, el ambiente era distinto. Frío. Distante. Como si el aire mismo estuviera cargado de una tensión invisible que ninguno de los presentes podía ignorar.Allison fue la última en entrar. Caminaba con elegancia, el cabello perfectamente peinado, un vestido azul oscuro que resaltaba sus ojos… y una expresión serena que rozaba la arrogancia. Saludó con un “buenas noches” apenas audible y se sentó sin mirar a nadie, como si estuviera muy por encima de las circunstancias.La señora Sinisterra, estaba sentada a un costado de Alberto, el patriarca. Había bajado notablemente de peso en las últimas semanas, s
A la mañana siguiente, el aire en la mansión Sinisterra estaba más denso que de costumbre. El murmullo de los empleados y el roce de las cortinas no lograban opacar el peso que colgaba en el ambiente. La señora Sinisterra había dormido poco, si es que había dormido algo. Tenía la mirada cansada, pero el rostro firme cuando pidió que Miguel se reuniera con ella en el jardín trasero, lejos de oídos y ojos curiosos.Él llegó puntual, con el ceño fruncido, sabiendo que su madre no lo llamaba a ese lugar sin razón de peso. Se sentó frente a ella, en una de las sillas de hierro forjado bajo la pérgola donde alguna vez compartieron desayunos en familia. Pero esta vez, el clima era distinto.Detrás de uno de esos rosales, muy quieta, tan inmóvil como una piedra, Allison escuchaba con los sentidos agudos como un animal cazador. Había notado los cambios en su madre, la forma en que la miraba últimamente, como si algo se hubiese quebrado. La había seguido con cautela, oculta entre los arbustos,
El cielo estaba cubierto de nubes espesas cuando Miguel Sinisterra descendió del auto negro estacionado frente al convento Santa María. Su figura alta y elegante destacaba incluso entre la niebla húmeda de la mañana. Llevaba un traje oscuro, sin corbata, el cuello ligeramente abierto y una gabardina que apenas se movía con el viento. Caminaba con la seguridad de quien siempre ha sido obedecido sin objeciones. Su sola presencia imponía respeto, incluso sin emitir palabra.El convento era una edificación centenaria, de muros altos y piedra antigua. A su alrededor, los jardines estaban pulcramente cuidados, como si cada flor y cada hoja hubiera sido colocada a propósito para aparentar calma. Pero Miguel no se dejaba engañar por la belleza. Él estaba allí por otra razón, una que hervía bajo su piel con cada paso que daba: descubrir la verdad sobre lo que su hermana Alanna había vivido entre esas paredes.Cuando tocó la puerta de hierro forjado, una joven monja lo recibió con los ojos muy
La noche había caído sobre la mansión Salvatore, pero el silencio no traía paz. Alanna caminaba sola por el jardín trasero, con los brazos cruzados, como si intentara protegerse del frío y del peso de sus pensamientos. El cielo despejado dejaba ver las estrellas, pero ella no alzaba la vista. Su mente estaba muy lejos, anclada en un nombre, en una palabra, en un rostro.Venganza.Desde que escuchó a Alex pronunciar esa palabra con tanto veneno, algo dentro de ella había comenzado a romperse. Nunca antes había sospechado, nunca había querido pensar que el amor podía ser una estrategia, que el afecto que recibía de los Salvatore, especialmente de Leonardo, pudiera tener un origen en la traición.Pero desde entonces, no podía dormir sin preguntárselo.Y no fue solo Alexa. A los pocos días, mientras caminaba por uno de los pasillos, se detuvo al escuchar la voz de Bárbara detrás de una puerta entornada. Hablaba con Leonardo. El tono era tenso, casi suplicante:—Tarde o temprano lo sabrá,
El sonido de los pasos de Leonardo retumbaba con fuerza sobre el mármol del vestíbulo principal de la empresa Salvatore Entreprise. Era temprano, demasiado temprano incluso para él, pero había salido de casa con el impulso de recuperar lo que estaba perdiendo. La noche anterior había sido un desastre. Alanna se había encerrado en sí misma, con esa mirada ausente que lo hería más que cualquier reproche. No había gritos, no había discusiones… pero el silencio entre ellos era tan estruendoso que lo sentía romperle el pecho.Subió directo al piso ejecutivo. Saludó con una mueca seca a los empleados que ya rondaban por los pasillos, y se dirigió a la oficina que compartía con Alanna en los últimos meses. Abrió la puerta, esperando encontrarla como siempre: leyendo informes, corrigiendo propuestas, fingiendo normalidad entre las ruinas.Pero el asiento estaba vacío.La lámpara de su escritorio apagada.Ni una taza de café, ni el olor de su perfume flotando en el aire como solía.—¿Dónde est
La noche ya había caído sobre la ciudad, envolviendo la mansión Salvatore en un silencio pesado. El reloj marcaba las diez cuando se escuchó el leve crujido de la puerta principal. Las luces cálidas del vestíbulo apenas alcanzaban a iluminar la silueta de Alanna, que entró con movimientos pausados, el rostro casi oculto por el cabello suelto y el gesto impenetrable.Había sido un día largo. No por las horas, sino por todo lo que cargaba dentro. Y aunque su cuerpo le pedía descanso, su alma seguía inquieta.Leonardo estaba en el salón, sentado en uno de los sofás con una copa de vino intacta entre los dedos. Llevaba esperando horas, repasando cada minuto desde que ella se fue. Su teléfono seguía en la mesa, abierto en la última llamada no respondida: Alanna. La misma que no contestó ni un solo mensaje durante todo el día.Apenas escuchó la puerta, se puso de pie.—¿Dónde estabas? —preguntó desde la penumbra, sin necesidad de levantar la voz.Alanna se detuvo en seco. Tragó saliva antes
La mañana era gris y húmeda, como si el cielo también llevara dentro un nudo imposible de tragar. Alanna se bajó del coche con paso firme, el abrigo entallado a su cuerpo, el rostro impecablemente maquillado y una mirada que cortaba el aire.Llevaba días acumulando silencio, masticando respuestas que no había dado, conteniéndose de romper o gritar. Pero hoy, por primera vez en mucho tiempo, no se sentía víctima. Sentía el poder de su apellido, de su posición, de su propia fuerza. Estaba cansada de que la midieran con ojos ajenos. Cansada de las dobles caras.Cruzó el vestíbulo de la empresa Salvatore sin saludar a nadie. Su presencia era suficiente. Las recepcionistas bajaron la vista, y hasta el ruido de las teclas parecía detenerse cuando pasó.El ascensor subió lento. “Mantente serena. Mantente firme. No más debilidad delante de nadie.”Cuando las puertas se abrieron en el piso ejecutivo, el inconfundible taconeo de Alexa se escuchó al fondo. Alanna avanzó con calma, pero con autor