La mansión de los Sinisterra lucía imponente bajo la luz tenue del atardecer. Las paredes de mármol, los ventanales con cortinas de terciopelo y los candelabros que ya comenzaban a iluminar la estancia no podían ocultar el frío que reinaba en el corazón de la casa… un frío que parecía emanar directamente de su señora.
Allison estaba sentada en su butaca favorita, esa que daba hacia el jardín de rosas negras que tanto cuidaba. Tenía una copa de vino en una mano y el celular en la otra. En el auricular, la voz nerviosa de Alexa intentaba sonar segura, aunque se notaba a leguas su incomodidad.
—¿Cómo que nada funcionó? —espetó Allison con frialdad, sin molestarse en disimular su enojo—. ¿Tú me estás diciendo que no fuiste capaz de arrastrar a esa estúpida frente a toda la empresa?
Del otro lado, Alexa balbuceó una excusa torpe sobre la carrera, el mar, la integración. Pero Allison no tenía tiempo ni paciencia para debilidades.
—¡Inútil! —rugió Allison—. ¿Cómo es posible que no puedas con