El reloj de pie del vestíbulo marcaba las nueve de la mañana con un campanazo grave cuando Allison descendió por las escaleras, como siempre lo hacía: impecable, serena, con su vestido blanco marfil que contrastaba con su oscuro cabello cuidadosamente peinado. Caminaba como si nada pudiera perturbarla, como si la vida fuera exactamente como debía ser.
—Buenos días, mamá —dijo con una voz melosa, la misma con la que solía envolver a todos—. ¿Dormiste bien?
La señora Sinisterra alzó la vista desde su taza de té. El sonido de esa voz le erizó la piel. Sus ojos se encontraron con los de su hija, y por un segundo, sintió la garganta cerrarse. Porque ahora sabía. Sabía lo que esa mujer, su propia hija, había hecho.
—Sí… —respondió, esforzándose por no quebrarse—. Dormí bien, gracias.
Allison caminó con soltura hasta sentarse a su lado. Tomó un croissant del plato y le sonrió con dulzura.
—¿No es un día precioso? Pensaba salir a montar a caballo más tarde. ¿Me acompañarás?
La señora Sinister