La mañana avanzaba lentamente en la empresa de los Sinisterra . A través de los ventanales, el sol apenas filtraba su luz entre las nubes grises, como si el cielo también dudara si merecía iluminar aquel lugar. Alanna estaba sentada en su oficina, con la espalda recta, la mirada fija en la pantalla del portátil y la expresión impasible de siempre. Ni un gesto, ni una emoción cruzaba su rostro. Parecía esculpida en hielo.
Tocaron la puerta una sola vez, y antes de que ella pudiera responder, esta se abrió lentamente.
—Hola, Alanna —dijo Miguel, con un tono suave, casi temeroso, mientras entraba cargando una pequeña caja entre sus manos.
Alanna ni siquiera levantó la mirada. Sus dedos seguían danzando sobre el teclado con calma calculada.
—¿Qué necesitas?
—No vengo por trabajo —respondió él, intentando esbozar una sonrisa torpe—. Pensé que… tal vez te gustaría esto.
Miguel se quedó de pie frente a su hermana, con la caja de chocolates en las manos, como si fueran una ofrenda sagrada, co