Miguel caminaba por el pasillo de mármol con el ceño fruncido y las manos cerradas en puños. A pesar de haber salido de la oficina de Alanna hace apenas un par de minutos, sentía como si hubiera sido arrastrado por un torbellino emocional. Su hermana no solo lo había rechazado, lo había destrozado con palabras heladas que aún resonaban en sus oídos como cuchillas: “Para mí, eres escoria.”
Se detuvo un instante frente al ascensor. Respiró hondo, apretó los labios y cerró los ojos. Debía recomponerse. No podía dejar que Allison notara que, por primera vez, su seguridad había sido sacudida. Pero fue inútil.
Allison ya lo había visto.
—¿Qué hacías con ella? —preguntó con una sonrisa ladina mientras se apoyaba contra la pared, con los brazos cruzados y la barbilla ligeramente levantada—. Te vi entrar a su oficina. ¿Acaso le llevaste flores también?
Miguel disimuló su incomodidad ajustando el cuello de su chaqueta.
—¿Le diste chocolates? No me digas que te pusiste sentimental. —Le arrebató