La puerta de la mansión Sinisterra se cerró suavemente tras ella. Allison dejó su bolso en la consola de la entrada y se quitó los tacones con un suspiro agotado. El silencio de la casa era pesado, casi sofocante, como si algo invisible flotara en el aire. Dio unos pasos y sintió el ambiente denso, cargado de tensión. Entonces lo escuchó.
—¡¿Dónde demonios estabas?! —rugió la voz grave de su padre desde el salón principal.
Allison se quedó quieta por un segundo. Su pulso se aceleró, pero no por miedo, sino por una mezcla de culpa y determinación. Caminó hacia el salón y encontró a Alberto de pie, con la camisa medio desabotonada, el cabello desordenado y el rostro encendido por la ira. La habitación estaba hecha un desastre: una lámpara caída, papeles rotos por el suelo, una copa hecha trizas junto a la alfombra. Era evidente que había descargado toda su furia en los objetos inertes de la casa.
—Papá… ¿qué pasó? —preguntó con cautela, acercándose lentamente.
Alberto la miró como si qu