El murmullo de los empleados, el sonido lejano del teléfono sonando, y los pasos sobre el mármol frío apenas si lograban distraer a Alberto de su propio sopor emocional. Sentado en su oficina, con la mirada perdida en la ventana, sostenía una taza de café que hacía rato había dejado de humear. La muerte de su esposa lo había desarmado por completo, y aunque intentaba mostrarse fuerte frente a Miguel y el resto del equipo, su reflejo en el vidrio le devolvía un hombre vencido.
El golpe sutil en la puerta interrumpió su ensimismamiento.
—Pase —murmuró, sin mucho ánimo.
Alanna entró con la elegancia contenida que tanto caracterizaba a su madre, pero con una frialdad en la mirada que no escondía ni siquiera con su sonrisa educada. Llevaba un blazer negro que la hacía ver más imponente de lo habitual, el cabello recogido en un moño limpio y los labios pintados de un tono vino que le daba un aire casi fúnebre.
—Buenos días, señor Sinisterra —dijo con cortesía.
Alberto la miró sorprendido. H