Las puertas de cristal de la oficina Sinisterra se abrieron con un sonido suave, casi ceremonioso. Miguel entró junto a su padre, quien caminaba con pasos pesados, como si el dolor aún le aplastara el pecho. Dos semanas habían pasado desde la tragedia, pero el silencio del duelo todavía se sentía en cada rincón del edificio. Alberto, aunque más sobrio que antes, no podía disimular las sombras que colgaban bajo sus ojos ni la tristeza que le arrastraba los hombros.
—Papá, lo estás haciendo bien —dijo Miguel con voz baja, apoyando una mano en su brazo—. Mamá querría que sigamos adelante. Si dejamos que Leonardo tome las riendas completamente, pronto no quedará nada para rescatar.
Alberto asintió en silencio. Caminó hasta el ascensor, y Miguel marcó el número del piso donde se encontraba la sala de juntas. La reunión con el comité estaba por comenzar, pero no esperaban encontrarse con lo que vieron al llegar.
Sentada en una de las sillas de recepción, revisando unos papeles con calma gla