Antonio
La llamada finalizó sin otra palabra suya y cada vello en mi cuerpo se erizó. Corrí como un demente al estacionamiento. Mi chófer estuvo a punto de bajarse para abrirme, pero alcancé a gritarle:
—¡Enciende el motor!
Mi actitud fue suficiente para que comprendiera lo apremiante de la situación. Abordé de un salto; la puerta se estrelló atrás de mí.
—¡A Santa Mónica, ahora!
La adrenalina recorría mi cuerpo. El vehículo se desplazaba a toda prisa y aun así veía el mundo en cámara lenta. Llamé a la fundación varias veces, pero nunca pude comunicarme. La ansiedad hizo estragos.
Sentía un ardor en la garganta, como si hubiera corrido kilómetros sin aire. Mis manos apenas lograban mantenerse firmes sobre el asiento; un temblor involuntario recorría mis dedos cada vez que doblaba una esquina. Intenté ordenar mis ideas, pero mis pensamientos eran un golpe seco: su voz quebrada, el llanto de Gabriel, el silencio posterior. Todo parecía un mal presagio.
Sin embargo, a pesar de los ciento