La risa de Olev se expandió por la sala de piedra como un incendio. No fue una carcajada común: fue áspera, cruel, casi física. A Armyn le quemó los oídos… y algo más profundo, algo que dolía en el pecho.
—¿Qué creíste que me diste? —preguntó él, avanzando un paso, con los ojos brillando de soberbia—. ¿Pensaste que podrías matarme? Oh, querida… soy tan poderoso como tú. Incluso más.
Antes de que Armyn pudiera reaccionar, el eco de pasos retumbó desde los pasillos subterráneos. Lobos. Decenas de ellos. Sus ojos brillaban en la penumbra como brasas vivas. La rodearon.
Armyn retrocedió instintivamente, el cuerpo tensándose, la sangre rugiéndole en las venas. Peleó. Peleó como solo una loba alfa podía hacerlo. Sus uñas desgarraron carne, sus colmillos atravesaron gargantas. Varios cayeron, muertos, cubriendo el suelo de sangre caliente.
Pero eran demasiados.
Manos, garras, cuerpos. La sujetaron desde todos los ángulos. Armyn rugió, se debatió, mordió, arañó… hasta que el frío la atravesó.