Armyn abrió los ojos de golpe, arrancada del borde del sueño por una sensación de peligro tan intensa que le quemó la sangre. El primer aliento se le quedó atorado en el pecho cuando enfocó la vista. Frente a ella, iluminada por la luz mortecina de las antorchas, estaba Tena.
Sonreía.
No era una sonrisa humana ni amable, sino una torcida, llena de rencor, con los ojos brillándole de una forma enfermiza. En su mano derecha sostenía un cuchillo. La hoja, fina y cruel, reflejaba destellos pálidos: plata pura. Armyn intentó moverse de inmediato, pero el sonido metálico de las cadenas se lo recordó todo. Estaba atada de pies y manos a la cama, su cuerpo prisionero, su lobo interior atrapado en una jaula invisible que le oprimía el alma.
—¡Tena! —exclamó, con la voz rota—. ¿Qué estás haciendo?
Tena ladeó la cabeza, divertida, como si aquella pregunta fuera absurda.
—Dije que acabaría contigo, maldita loba —respondió con suavidad venenosa—. Y eso es exactamente lo que haré.
Alzó la mano. La