Armyn viajaba en el auto con su hijo, sosteniéndolo con ternura entre sus brazos.
El pequeño Dyamon dormía profundamente, con la cabeza recostada en el pecho de su madre, respirando con la inocencia de un cachorro que aún no conocía del todo la crueldad del mundo. Armyn acariciaba con suavidad su cabello, intentando calmar el temblor que nacía en su propio corazón.
Su mirada se perdió por la ventana.
El paisaje pasaba frente a ella como un recuerdo vivo, como una herida que aún sangraba.
Eran los mismos caminos que había recorrido años atrás, cuando huyó de ese territorio, obligada, desterrada… rota. Pero entonces había sido de noche. Ahora, bajo la luz del día, todo le golpeaba más fuerte.
—No debimos cruzarnos de nuevo, Riven —pensó con amargura, apretando los labios—. Espero no volver a verte nunca más.
Pero su loba interior no coincidía. Astrea, inquieta, aulló dentro de ella. Era un sonido triste, desgarrado, casi como un lamento ancestral. Ese dolor profundo no provenía de la raz