—¡Lleven a esta omega a un calabozo! —gritó uno de los guardias con la voz temblando entre rabia y miedo.
Armyn no retrocedió. Sus ojos destellaron, la sangre le rugió en las venas; no era la primera vez que la acusaban de algo que no había hecho.
Se obligó a respirar, a pensar con claridad.
Luego adelantó la mano con calma, y sacó la piedra lunar que colgaba de su cuello.
La hizo girar entre los dedos hasta que la gema empezó a brillar con un fulgor frío y azul.
—¡No lo hagan, soy inocente y tengo pruebas! —anunció con voz clara.
No cualquiera podía activar una piedra lunar tan antigua; en la manada, esas joyas hablaban del linaje y del poder.
Armyn alzó la piedra y la lanzó hacia el aire. La gema flotó por un instante y proyectó, sobre el muro de la sala, un video luminoso: imágenes nítidas, imposibles de negar.
Allí estaban las lobas atacadas, la coreografía brutal de garras y colmillos, el caos entre las sombras… y luego, la figura de Armyn como una sombra de fuego, lanzándose al f