Abril estaba sola en esa habitación enorme de la mansión, envuelta en un silencio solemne que solo era roto por el tic-tac lejano del reloj antiguo del pasillo.
Frente al espejo, su reflejo temblaba levemente con la luz que entraba por la ventana.
Llevaba puesto un vestido de novia blanco, de líneas simples, sin ostentaciones, pero con una belleza serena que parecía reflejar su alma.
En su cuello, el collar de perlas relucía demasiado bello y brillante.
Lo acarició con suavidad, recordando el día que su madre se lo entregó.
No lo había usado en su primera boda. Sarahi, la madre de Gregorio, quien siempre la detestó, había murmurado con desprecio que las perlas solo traían lágrimas.
Abril, en aquel entonces, lo creyó. Lo guardó sin atreverse a tocarlo, como si su tristeza pudiera contaminarlo.
Pero esa mañana, algo en su interior cambió. No se trataba de supersticiones, sino de resignificarlo todo.
Su madre alguna vez le explicó que las perlas no eran simples adornos: eran cicatrices q