Rebeca la miró con espanto, un miedo seco brillándole en los ojos.
Se aferró al brazo de su hija con fuerza desmedida, como si pudiera detener el desastre solo apretando lo suficiente.
—¿¡Qué demonios estás diciendo, Ernestina!? —escupió, con la voz crispada por la ira.
La joven alzó la barbilla, los ojos vidriosos por la obsesión.
—Hice lo correcto. ¡Él es mío! Solo mío, mamá. No voy a dejar que otra lo tenga.
Rebeca tembló. Estaba a punto de gritarle que se callara, que no continuara, cuando una voz grave cortó el aire como un cuchillo.
—¿Pasa algo? —preguntó Amancio, acercándose con su habitual expresión inquisitiva.
Ernestina se enderezó de inmediato y forzó una sonrisa.
—Nada, cariño. Solo cosas de mujeres —dijo dulcemente, enlazando su brazo con el de él—. ¿Nos vamos?
Amancio asintió, aunque sus ojos se clavaron unos segundos más en Rebeca, que se quedó paralizada mientras los veía marcharse.
Subieron al auto sin más palabras, dejando tras ellos un torbellino de dudas.
Rebeca ta