Al volver a la mansión, Amancio no dijo una sola palabra.
Cruzó el vestíbulo como un espectro y se encerró en la biblioteca.
Cerró la puerta con un golpe seco, y el silencio que siguió fue más pesado que cualquier grito.
El hombre permaneció sentado, con la mirada perdida en un punto invisible.
La penumbra filtrada por las cortinas le daba un aspecto envejecido, como si de pronto hubiera cargado décadas sobre los hombros.
La puerta se abrió lentamente. Era Amadeo. Sus pasos fueron suaves, pero su corazón, al ver a su padre así, se sintió como un vidrio quebrándose. Se acercó y, con cautela, le tocó el hombro.
—Lo siento, padre… —murmuró, con un respeto cargado de preocupación.
Amancio alzó la mirada. Sonrió, pero fue una sonrisa triste, hueca.
—¿Tú lo sientes? —su voz tembló—. Soy yo… el culpable de todo esto.
Amadeo frunció el ceño, confundido.
—¿Culpable? ¿De qué?
El hombre bajó la vista, sus manos apretando el reposabrazos como si necesitara sostenerse para no caer.
—Tengo miedo, h