El salón quedó envuelto en un silencio pesado, roto solo por los murmullos que crecían como una ola imparable.
Invitados se inclinaban hacia sus acompañantes, murmurando con incredulidad.
Algunos llevaban la mano a la boca, otros giraban la cabeza para asegurarse de que habían escuchado bien.
Abril y Amadeo mantenían la mirada fija en Ernestina, como si quisieran descifrar qué tan lejos estaba dispuesta a llegar con aquella farsa.
Amancio, en cambio, fue el primero en estallar. Su rostro se tornó de un rojo intenso, las venas en el cuello marcadas, los ojos como cuchillas.
Dio un paso firme hacia el centro del salón, señalando a Ernestina con un dedo acusador que temblaba de ira.
—¡¿Qué demonios acabas de decir?! —su voz retumbó en las paredes, ahogando cualquier otra conversación.
Rebeca, sentada aún, contenía la respiración.
Sabía perfectamente que aquello se convertiría en el escándalo más grande que la familia Dubois habría enfrentado… y, aun así, lo consideraba un mal necesario.