—¿Padre? —exclamó Aníbal, con la voz temblando entre la incredulidad y la ira—. ¿Qué hiciste? ¡¿Tienes una amante?!
Amadeo sintió un nudo en la garganta, un miedo profundo que nunca había experimentado.
Negó con rapidez, pero su mirada traicionaba la confusión y la desesperación. Las manos le temblaban ligeramente mientras intentaba explicarse, mientras las palabras se le trababan en la boca.
—Escúchame, hijo… —comenzó con voz ronca, intentando acercarse, pero Aníbal dio un paso atrás, el ceño fruncido, la mirada llena de reproche.
—¡Lárgate de aquí! ¡Lárgate ahora mismo! —gritó Aníbal, la voz quebrada por la furia y el miedo.
Dora, quien había aparecido repentinamente, comprendió la tensión y se retiró rápidamente, desapareciendo por el pasillo del hospital, como un fantasma, dejando un aire cargado de sospecha y silencio.
Aníbal no apartó la mirada de su padre. Sus ojos se hicieron pequeños, afilados como dagas de reproche.
—¡Habla! ¡Justifícate, o dejarás de ser mi padre! —dijo con