Pronto, en toda la ciudad se anunciaba lo que muchos ya sospechaban: el matrimonio de Mia y Aníbal Dubois.
Los periódicos lo publicaban con letras elegantes, los vecinos lo murmuraban en las calles, y la noticia corría de boca en boca con la rapidez de un incendio.
Para Mia, aquel día que parecía un sueño hermoso, era en realidad un campo de batalla donde su corazón latía dividido entre la esperanza y el miedo.
Esa tarde, Abril la llevó a la tienda de novias. El lugar era amplio, iluminado con arañas de cristal que brillaban como estrellas atrapadas en jaulas doradas.
Los maniquíes, vestidos con encajes y sedas, parecían reinas silenciosas esperando su coronación.
Mia caminaba entre los vestidos, acariciando telas que se deslizaban entre sus dedos como agua, pero en su interior reinaba una tormenta.
Sus ojos se detuvieron en un espejo alto, ovalado, donde su reflejo le devolvía la imagen de una joven atrapada entre la ilusión y la mentira.
«Debo confesar la verdad a Aníbal —pensó, con