—¡Tú! —escupió la palabra como si le quemara en la lengua—. ¿Qué haces aquí?
La silueta en la puerta se deslizó hacia adelante, emergiendo de las sombras como un espectro que volvía del pasado.
Cuando la luz tenue de la lámpara iluminó aquel rostro, el corazón de Abril se detuvo por un instante.
Eran los ojos de Rebeca, fríos, calculadores, brillando con una mezcla venenosa de furia y satisfacción.
El aire en la habitación se volvió pesado, sofocante, como si el oxígeno hubiera huido.
Abril retrocedió instintivamente, abrazando a su hijo con fuerza, sintiendo el latido acelerado del pequeño contra su propio pecho.
El llanto de Aníbal, agudo y desesperado, se mezclaba con su respiración temblorosa.
Rebeca cruzó el umbral como si fuera la dueña del lugar.
—Tu querido Amadeo está muerto… y Amancio también. —Sus labios se curvaron en una sonrisa venenosa—. Parece que… han muerto dos pájaros de un solo tiro.
Los ojos de Abril se abrieron con horror.
—¿Qué estás diciendo?
La mujer soltó una