Amadeo caminó por el cuarto de baño con paso felino, como si cazara algo invisible.
Abrió uno a uno los cubículos, inspeccionándolos con paciencia.
Luego cruzó hacia el cuarto de trebejos, ese pequeño almacén de limpieza donde el olor a cloro flotaba entre estantes polvorientos.
Comprobó que no había nadie. Sonrió.
Esa sonrisa... era peligrosa, afilada como una navaja recién desenvainada.
Con una calma perturbadora, tomó uno de los anuncios impresos que había visto en la entrada.
Lo dobló con cuidado, salió del baño y lo colocó en la parte exterior de la puerta.
Una simple frase, escueta y contundente:
“Fuera de servicio.”
Luego, sin prisa, volvió a entrar. Esta vez cerró la puerta con llave.
El sonido seco del seguro activado fue como el inicio de una cuenta regresiva.
Abril apagó el secador.
Cuando Abril se giró y lo vio, su expresión se quebró en mil fragmentos de sorpresa y miedo.
Dio un paso atrás, sus ojos abiertos como los de una gacela acorralada.
—¿Qué haces aquí? —preguntó co