Amadeo se incorporó lentamente, con la calma peligrosa de una tormenta que apenas comienza a gestarse.
Sus ojos, oscuros como la noche antes del desastre, se clavaron en el hombre que acababa de insultar a Abril.
Ella sintió que el suelo se deshacía bajo sus pies. Su corazón retumbaba en su pecho como si intentara advertirle que algo irreversible estaba por suceder.
El aire se volvió denso, casi irrespirable. Amadeo avanzó, firme, directo, como si cada paso arrastrara con él un juicio.
Se detuvo frente al intruso, su mirada era una daga.
—¿Qué has dicho? —preguntó con voz baja, pero tan filosa que podría haber cortado el silencio.
Gregorio, cegado por la rabia, no midió las consecuencias. En un arranque de furia, lo sujetó con violencia por el cuello de la camisa, arrugándola como si con eso pudiera reducirlo.
—¿Eres el amante de esta puta? —escupió con odio—. ¿Qué demonios haces aquí?
Amadeo no se inmutó.
Al contrario, sonrió con desprecio. Una sonrisa ladeada, burlona, como si ese h