—Mañana estaré ahí —dijo Amadeo con firmeza, su voz cargada de una decisión que no admitía dudas.
Abril bajó la mirada. Sus dedos se entrelazaron nerviosamente frente a su pecho.
—Preferiría hacerlo sola —murmuró, como si le costara incluso decirlo.
Amadeo frunció el ceño y dio un paso hacia ella. El dolor que sintió al escuchar esas palabras no logró opacar el amor que lo empujaba a no soltarla.
—Basta, Abril —dijo con suavidad, pero también con firmeza—. Voy a estar ahí. Te amo. No lo olvides, por favor… no ahora. Voy a cuidarte, pase lo que pase.
Abril no respondió. La garganta se le cerró como si cada emoción se hubiera atorado en su pecho. Solo asintió, conteniendo las lágrimas que amenazaban con asomarse.
Amadeo se acercó con cautela, como si temiera quebrarla. Le tomó el rostro con ternura, y sus labios se encontraron en un beso lento, sincero, cargado de todas las palabras que ninguno se atrevía a decir. Un beso que parecía decir “aquí estoy”, “aquí sigo”.
Luego se fue, sin mir