—¡Regresa al Penthouse, ahora mismo! —gritó Amadeo con la furia ardiéndole en la voz.
El chofer no preguntó nada. Sabía que, cuando su jefe hablaba así, era mejor obedecer. Aceleró, esquivando autos con desesperación, como si su vida dependiera de llegar a tiempo.
Amadeo apretaba los puños, con los ojos clavados en la ventanilla. Solo quería verla. Solo quería detenerla antes de que cruzara una línea que tal vez no tendría retorno.
Sentía que el mundo se le caía encima, que el aire era un cuchillo, y que Abril, su Abril, se le escapaba entre los dedos como arena en medio de una tormenta.
Cuando llegó, no esperó al chofer. Saltó del auto aún en movimiento y corrió como un loco. El corazón le palpitaba con una violencia brutal. Empujó la puerta del Penthouse.
—¡Abril! —gritó desesperado.
Pero el silencio lo golpeó como una bofetada. Las luces estaban apagadas. El aroma de ella, de su perfume floral mezclado con el jabón de lavanda que tanto amaba, todavía flotaba en el aire. Pero ella ya