Al día siguiente, Mia despertó con una sensación extraña en el pecho.
Había llorado tanto los días anteriores que pensaba que no quedaban lágrimas en ella, pero esa mañana algo era distinto.
El peso que cargaba parecía más ligero, como si las cadenas invisibles que la mantenían atada se hubieran roto durante la noche. El mundo ya sabía la verdad, y esa verdad, por cruel y dolorosa que fuese, le había devuelto una fuerza que creía perdida.
Se levantó con renovada determinación.
Frente al espejo, se observó: su rostro seguía reflejando cansancio, pero había en su mirada un brillo nuevo, un resplandor de dignidad que nada ni nadie podría arrebatarle.
“Ahora soy libre”, pensó. Y con esa libertad, regresaban también los sueños.
Entre ellos, el más grande: continuar con el proyecto de la casa de descanso para adultos mayores que ella había fundado con tanto esfuerzo. Sabía que necesitaba apoyo financiero, nuevos inversionistas, manos generosas que creyeran en su causa.
Y justo cuando se pre